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NATIONAL GEOGRAPHIC ESPAÑA: Tíbet, gran viaje al Himalaya

NATIONAL GEOGRAPHIC ESPAÑA: Tíbet, gran viaje al Himalaya

La meseta tibetana –cuatro veces mayor que Francia– se extiende a 4.500 m de altitud. En esa inmensidad habita un pueblo nómada que fascina al mundo por sus curiosas costumbres, su fuerza y su lucha
por Sergi Ramis
10 de enero de 2019

Ver las espectaculares fotos y el artículo original en la web de National Geographic España

Tíbet, gran viaje al Himalaya
Desde hace siglos, el Tíbet fascina a los occidentales. En el país más elevado del mundo, oculto tras la más formidable cordillera, los monjes destilan sapiencia y paz refugiados en templos que parecen gemas.

Campo base Everest. La cara norte del Everest

La cara norte del Everest. Una senda casi llana lleva desde el monasterio de Rongbuk al campo base del Everest, a 5.150 metros. Desde hace siglos, el Tíbet fascina a los occidentales. En el país más elevado del mundo, oculto tras la más formidable cordillera, los monjes destilan sapiencia y paz refugiados en templos que parecen gemas. Ratnakorn Piyasirisorost / AGE Fotostock

Cuando el viajero llega a Lhasa, estira el cuello por la ventanilla del coche intentando localizar cuanto antes el Potala, el símbolo sin discusión del Tíbet. En el momento en que la visión se produce, una oleada de emoción le recorre el cuerpo. El palacio, blanco como la nieve y rojo como la arcilla, parece un ente orgánico al que le hubiera brotado una roca a los pies, en lugar de un edificio que se halla construido sobre una colina. Resplandece como un faro, lo que es en realidad. La luz que guía a los miles de peregrinos que cada año llegan para realizar círculos en torno a él y llorar por el exilio de su morador, el Dalái Lama.

EL PALACIO POTALA BAJO EL CIELO CREPUSCULAR
Antes de adentrarse en el laberinto de estancias y capillas, para tener la mejor visión del Potala vale la pena resoplar durante quince minutos y subir lo que solo es un montículo frente a la fachada sur, pero que el mapa nos señala como cima de un monte llamado Chigpo Ri. Está a 3756 m de altitud, lo que en Lhasa significa, únicamente, cien metros por encima del resto de la capital tibetana. Conviene acudir a primera hora de la mañana, cuando el sol da de lleno sobre el palacio y lo dora, reforzando su imagen de presea. Desde allí, formando un triángulo sobre el plano urbano, se ven las otras dos joyas de Lhasa: el Jokhang, a la derecha, y el Norbulingka, a la izquierda.

El Potala es un dédalo de habitacioncitas, capillas y escaleras, pasillos que forman ángulos cerrados y bastante penumbra. El edificio se divide en dos partes bien diferenciadas: el Palacio Blanco contiene las cámaras donde vivía el Dalái Lama, el salón del trono, las estancias para las recepciones de enviados extranjeros, el espacio de meditación…

En lo más alto está el Palacio Rojo, con finalidades religiosas. Alberga multitud de capillas repletas de estatuillas de budas, thangkas pintadas sobre seda, mandalas dibujados en planchas de madera, símbolos auspiciosos en los cortinajes, deidades, dragones y animales míticos poblando las paredes. No se ha extinguido del todo el olor del humo y la mantequilla de yak de las lamparillas que ardieron durante siglos, pero el potencial peligro de incendio ha erradicado las velas.

El Palacio Rojo alberga multitud de capillas repletas de estatuillas de Buda, thankas pintadas sobre seda y planchas de madera con mandalas.
Al salir de la visita, el viajero tropieza con un desaliñado ejército de peregrinos llegados de todo el universo budista. Realizan la kora o peregrinaje circular en torno al palacio para cerrar su devoto viaje. Y frente a la fachada principal, ignorando el tráfico y la vida moderna, los más conmovidos realizan innúmeras postraciones ante la maravillosa mansión.

El templo Jokang y el mercado Barkhor
Al más sagrado de los templos de todo el Tíbet, el Jokhang, se llega caminando hacia el este por las insulsas avenidas diseñadas por el gobierno chino, con las montañas siempre cerrando el horizonte norte y el río Lhasa (o Kiu Chu) acompañando por el sur. Antes hay que cruzar el barullo del mercado Barkhor, un zoco al aire libre donde joyas, objetos de carácter religioso y montañero, ropa, zapatos y material para las ofrendas se vende a cualquiera que quiera distraer unos yuanes de su cartera.

Aquí sí que las lamparillas de aceite arden por millares, creando una atmósfera sofocante y neblinosa. El olor de la mantequilla, uno de los aromas que distinguen los centros de oración tibetanos, llena el aire. La devoción de quienes acuden es reconcentrada, los visitantes prácticamente están absorbidos por la comunión con ese oratorio que ya funcionaba como tal a principios del siglo VII. En la terraza se tiene el encuentro con uno de los símbolos más conocidos de Lhasa: dos cervatillos dorados escoltan la Rueda de la Vida.

El impacto chino
Aunque resulte paradójico, los tibetanos viven agrupados en franca minoría en este barrio y representan menos del 4% de la población actual de la ciudad. Los avatares políticos de las últimas décadas y el aislamiento roto por la llegada del tren desde Pekín han dejado un desequilibrio demográfico abrumador. Para ver a tibetanos en sus quehaceres cotidianos en la capital del Tíbet hay que moverse por las callejas situadas entre el mercado Tromsikhang y la avenida Lingkhor Shar Lam.

Desandar los propios pasos y entrar en el Norbulingka permite cerrar el triángulo de las alhajas arquitectónicas de Lhasa. La antigua residencia estival del Dalái Lama, envuelta en jardines, merece la visita, pese a la desgana con que la conservan las autoridades chinas.

Lhasa se abandona con una pena inexpresable, el viajero se sabe privilegiado por haber estado en uno de los más hechizantes lugares del planeta e ignora cuándo regresará. Pero las maravillas que le irán saliendo al paso convertirán en fugaz la aflicción.

PUERTO DE ZAR GAMA, EN LA RUTA DEL TÉ Y LOS CABALLOS, TIBET
El lago Escorpión
Rumbo oeste, a tan solo 100 km de Lhasa, está el Yamdrok Tso. Es un lago conocido como El Escorpión, pues su silueta dibuja a ese animal con el aguijón levantado y armado de las características pinzas. Al coronar el paso de montaña del Kamba La (4794 m) se aprecia que el sobrenombre es indiscutible. Como lo es el color intensamente turquesa de sus aguas. Para los lamas ese líquido no puede ser más transparente, pues en sus profundidades ven dónde se halla la reencarnación del Dalái Lama cuando este muere. Por sus cualidades adivinatorias, es uno de los lagos más sagrados del Tíbet.

Hay que dejar momentáneamente la carretera troncal que recorre todo el sur del país para desviarse hacia Gyantse. Allí, calladamente, se alza una construcción religiosa que compite en belleza con los portentos de Lhasa. El Kumbum es una torre de 35 m de altura, el chorten más formidable del país, tal vez del mundo. Reproduce la estructura de un mandala y su nombre significa «100.000 imágenes». Y a fe que las hay, rellenando cada centímetro de sus paredes, marcos, puertas, aleros, zaguanes. En el séptimo nivel, los ojos del Buda lo escudriñan todo hacia los cuatro puntos cardinales. Un parasol dorado corona el edificio.

Etapa en Shigatse
Shigatse es la ciudad más importante tras Lhasa, pues tradicionalmente fue hogar del Panchen Lama, la segunda autoridad religiosa del país. Su palacio, el Tashilunpo, es motivo de parada y exploración. Levantado a mitad del siglo XV, su estructura en escalinata le otorga un simbolismo capital. Es relativamente modesto para la importancia que tiene, y ha sido reconstruido varias veces a lo largo de los siglos. La última, tras las desalmadas sandeces protagonizadas por los guardias rojos chinos durante la Revolución Cultural.
La modesta kora –dar la vuelta al edificio– de una hora de duración es el perfecto punto y final para dejar atrás las maravillas arquitectónicas tibetanas antes de sumergirse en sus majestades paisajísticas.

Nómadas del Techo del Mundo
En los siguientes centenares de kilómetros de carretera se comprende sin palabras por qué a este país se le ha llamado el Techo del Mundo. Las tierras tibetanas se hallan a una altitud media de 4900 m. A la izquierda del vehículo se alinea la cordillera del Himalaya, que va regalando con sus picos nevados como dientes de trol un telón de fondo que deja sin aliento. A la derecha, las onduladas montañas color león que conforman la meseta tibetana. Extensiones infinitas de pastos, sin un solo árbol, terreno propicio para la ganadería y prácticamente estéril para la agricultura. Hasta donde se pierde la vista, un mundo solo poblado por pastores nómadas que viven apartados del siglo XXI y a quienes poco o nada les afecta el día a día de su país, enraizados como están en un modo de vida que poco ha cambiado en las últimas centurias.

UN PASEO POR LA MESETA DEL TIBET
De vez en cuando tiendas negras de lana de yak indican la presencia de pastores. Basta descender del vehículo e intercambiar unas sonrisas para ser invitados a una taza de té tibetano –más bien un consomé en el que se ha diluido mantequilla rancia de yak–. En la precaria conversación por evidentes limitaciones idiomáticas mutuas, uno anota que esa gente no solo es rica en lo espiritual sino también en lo material. Cada cabeza de ganado vale unos mil dólares y el rebaño consta de varios centenares de cabezas. Parece no importarles. Viven como siempre, al ritmo de las estaciones, bruñéndose por el sol de altura, comiendo modestamente, vistiendo chubas de piel, durmiendo sobre alfombras, cambiando de lugar cuando el pasto escasea.

Monasterio de Rongbuk
Recorridos cerca de 700 km desde Lhasa, acompañados de un polvo que se posa con entusiasmo en cada rendija del vehículo, del equipaje, de las personas, la Autopista de la Amistad tiene un ramal que se desvía hacia Rongbuk. Hay que ir.

Rongbuk es el monasterio a mayor altitud del mundo, a 4980 m, dato por el cual ya valdría un viaje. Pero, además, se halla situado en la falda norte del Everest. El valle es tan amplio que se dice que cien personas podrían caminar cogidas de la mano y no lograrían tocar las paredes limítrofes. La visión del pico más alto de la Tierra es irrepetible. De aquí partieron escaladores pioneros como George Mallory, y todavía un millar de montañeros intentan llegar a la cima cada año. Los atardeceres son tan conmovedores que el frío casi se ignora.

Este viaje no se cierra en un extremo del país sino en el mismísimo centro del mundo. Al llegar al estrecho istmo entre los lagos Manasarovar y Raksas Tal (el Sol y la Luna en la cosmogonía tibetana), dos zafiros líquidos, una montaña nos hará llorar por su belleza indecible. Es el Kailas (6.638 m). Sobre su cima, jamás hollada por el ser humano, se sienta Shiva, que ha llegado por las escaleras visibles en la roca en forma de rayas horizontales. El Meru de los hindús es Kang Rinpoche para los tibetanos (Preciosa Joya de Nieve). En esta región nacen los ríos Sutlej, Karnali, Brahmaputra e Indo, que fluyen en las cuatro direcciones del espacio.

Imitando a los peregrinos llegados desde todo el Tíbet, remontas los estrechos corredores de piedra que rodean el eje universal con una emoción en el pecho que casi impide respirar. Como en ningún otro sitio del planeta, se vive la sensación de transitar un mundo irreal, donde los dioses te dan la mano para salvar las cuestas. Con esa ayuda dejas atrás un monasterio, un cementerio, un lago redondito y muchas cascadas longilíneas, adelantando la cabeza como un rebeco a punto de luchar, aunque la pelea es contra el viento. Con tan solo rodear una vez la montaña santa, en un trayecto que corona el paso del Dolma La (5636 m), el caminante se libra del infierno. Aunque descubrirá que ya ha estado en el cielo cuando viva un crepúsculo allí.

Data noticia: 
Viernes, 11 Enero, 2019
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