Ai Weiwei rompe los moldes

Elpais.com

¿Quién es Weiwei? Le llaman el “Andy Warhol chino”. Pero su capacidad crítica nunca fue bien vista por el Gobierno de su país, que el mes pasado decidió arrancar de raíz su genio: tras demoler su casa-estudio lo detuvieron con acusaciones de todo tipo. Reivindicar su arte -versátil y sarcástico- es una apuesta por la libertad creativa de todos.

Hace pocos meses, las autoridades chinas demolían el estudio del radical, creativo y polifacético Ai Weiwei, que poco tiempo antes había ocupado las portadas de la prensa por su instalación en la Sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres: millones de pipas de porcelana pintadas a mano una a una, metáfora a través de la cual llamaba la atención sobre la labor de unos artesanos que la modernización del país había dejado sin empleo. El dudoso argumento de las autoridades para dicha demolición dejaba a muchos perplejos y era negado por el propio Ai: problemas con el cumplimiento de las normativas municipales. Algunos pensamos que no se podía ir más lejos, pero la realidad iba a demostrar lo contrario: poco tiempo después, el 3 de abril, el artista era detenido por la policía –que esta vez aducía problemas con el fisco– y desde entonces nadie sabe nada de él.

Artista siempre crítico con la opresiva realidad china, Ai Weiwei ha dirigido una empresa al estilo de la Factory de Warhol; ha sido activista –denunciando, por ejemplo, las malas condiciones de las escuelas después del terremoto de Sichuan–, editor, animador cultural, arquitecto, escritor, diseñador, comisario al crear el primer espacio alternativo para arte contemporáneo en Pekín en 1997. Ha sido promotor urbanístico, congregando a un centenar de jóvenes arquitectos internacionales en el interior de Mongolia para llevar a cabo un proyecto de ciudad. Y ha preservado la memoria en obras de cerámica como La ola –que se pudo ver en la individual de Ivorypress Madrid hace dos años– o la famosa Perlas. Ha pintado anuncios de Coca-Cola en vasijas neolíticas o ha destruido antigüedades en mil pedazos en la acción de 1995 Dejando caer un jarrón de la dinastía Han, para denunciar el modo en el cual todos los países –y el suyo en particular– usan el patrimonio con fines turísticos a pesar de la devastación sistemática del mismo. Se ha convertido en un referente internacional y ha redefinido la realidad china dentro y fuera. Autor de un blog con una enorme repercusión global, protagonista y relator incansable en las redes sociales, el día de la demolición del estudio sus numerosos seguidores hicieron correr la noticia a una velocidad inesperada: tardaron el tiempo justo en subir a Internet las imágenes que alguien había grabado con el móvil. Ahí estaban los vestigios de la catástrofe, en tiempo real, en todos los periódicos del mundo. Para muchos fue un recuerdo turbio de esos otros vestigios en los cuales un vendaval convertía Template (Plantilla), la obra de Ai para la Documenta de Kassel de 2007; donde propuso una acción que consistía en traer a 1.001 chinos para visitar en grupos pequeños la muestra, con los problemas legales, de desplazamiento, alojamiento…que ello implicaba. La bella y frágil estructura que creó, formada por puertas y ventanas de antiguas casas, se desmoronaba bajo el temporal acrecentando el mito.

A principios de este año, esos otros vestigios, muy diferentes, volvían a ocupar la primera plana. Ahí estaban, animando la leyenda de Ai Weiwei, las ruinas de su estudio, el que fuera símbolo de una nueva forma de hacer arquitectura en el país asiático: movido por la necesidad de tener un espacio propio a precio asequible, Ai Weiwei decidía diseñar –en una tarde– un lugar sencillo valiéndose de materiales baratos y sin tener conocimientos formales de arquitectura.

Quizá por esa libertad que caracteriza la producción de Ai Weiwei, cuando Shigeru Ban, arquitecto japonés conocido por sus diseños de “arquitectura de urgencia” después de terremotos o tsumanis, viajó a China se quedó fascinado con esa estructura que el artista había diseñado en una tarde. No tardó en hacer que la noticia circulara por las principales revistas de arquitectura. Después, Weiwei recibía el encargo del diseño del gran estadio olímpico en Pekín, conocido como El Nido y que realizó en colaboración con Herzog y De Meuron; pero se negó a asistir a la inauguración por estar en desacuerdo con la política de los altos dignatarios. ¿Qué podría ocurrirle si no acudía? ¿Acabar en la cárcel? Con eso ya había contado en el momento mismo en que desde Nueva York decidía por fin volver a China tras 12 años en EE UU. Con acabar en la cárcel había contado, casi seguro, desde su adolescencia, teniendo en cuenta que es hijo de Ai Qing, un poeta represaliado por el régimen maoísta.

Ai Weiwei, nacido en 1957, creció en la provincia de Xinjiang, una parte remota de China cerca de la frontera con Rusia, donde el padre se vio forzado a destruir sus libros y olvidar la refinada educación parisina, condenado a limpiar letrinas por tratarse de un intelectual antirrevolucionario. Con una educación casi inexistente, Ai Weiwei volvía a Pekín tras la muerte de Mao y se inscribía en la escuela de cine. En aquellos años su instrucción esencial tenía otras fuentes: amigos del padre, disidentes como él, le asesoraban en dibujo. Y en ese ambiente, en medio de una nación sin libros –destruidos por la llamada Revolución Cultural–, un conocido traductor le prestaba catálogos de Van Gogh, Degas, Manet y Jasper Johns, un artista que en aquellos años pasaba inadvertido para alguien como Ai Weiwei, quien tras su paso por Nueva York iba a beber directamente del pop y que para muchos es el “Andy Warhol chino”. Eran años duros en los cuales entre grupos muy minoritarios empezaban las primeras nociones de deseo de cambio y Ai Weiwei pasaba horas en la estación ferroviaria pintando a los viajeros.

Pero Pekín era demasiado poco para ese espíritu inquieto; sin terminar sus estudios, partía hacia Nueva York en 1981. Tras innumerables penurias y trabajos para aprender el idioma y mantenerse, Ai ingresaba en la escuela de arte Parsons y, a través de su profesor, Sean Scully, profundizaba en Jasper Johns y Duchamp –de él iba a aprender que ser artista no es producir obra, sino tener una actitud en la vida– y practicaba su inglés con La filosofía de Andy Warhol, libro que leía fascinado.

En esos míticos ochenta, Ai abandonaba la pintura y empezaba a idear esculturas simples próximas a poemas visuales, diseños radicales, a su modo homenajes a Duchamp, y empezaba sobre todo a hacer fotografías, miles de fotografías que conformaban una segunda piel, igual que las polaroids lo fueron para su admirado Warhol. Fotos como parte activa y esencial de ese blog que para Weiwei es una inusitada forma de crear y protestar. Su palabra favorita es “actuar”. Y ha actuado siguiendo a cada paso su percepción especialísima de la realidad, mirando el mundo lejos de las modas. “Si todo el mundo siguiera las modas ciegamente”, escribía en su blog en mayo de 2006, “el mundo se convertiría en un lugar del todo aburrido. La vida es que cada uno vaya hacia su propio lugar, haciendo lo que cada uno quiere hacer”.

Weiwei desde luego lo ha hecho, tal vez porque, como ha escrito, “la libertad es el derecho a cuestionarnos todo”. Ese derecho es el que, mientras siga desaparecido, tenemos obligación de ejercer todos, exigiendo que este gran artista sea devuelto a su realidad para que pueda seguir cuestionándose todo.

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